Recuerdo con total claridad una fría noche de invierno cuando mi edad era de sólo un dígito, estaba en mi cama marinera (la de abajo, que parece ser la primera conquista de los hermanos mayores) estaba esperando el saludo de las 00 como era costumbre en mis cumpleaños y extrañaba mucho a alguien.
Mi pequeña mente no entendía las cosas de los adultos, me preguntaba qué los llevaba a estar lejos de lo que -supuestamente- los hacía felices. Aquella noche lloré en silencio. Tenía miedo, quizás, de que llegara mi vida adulta y que me encontrara sin poder hacer las cosas bien.
Definitivamente somos nuestra historia.
Yo detesto esperar, aborrezco la mentira y se bien que hay promesas que se hacen sin decir "lo prometo" pero también aprendí a comprender a los demás, quizás con más amor del que pongo para entender mis propias miserias.
Yo entendí todo el infierno, lo caminé descalza, supe que si soñaba corría el riesgo de que mi libro ardiera y no quedara nada. Supe que, si me animaba, me iba a costar escribir el final. Sentí que el corazón dolía, físicamente -nada de poesía encaja en ese dolor- y miré la puerta mil veces esperando que llegara él.
¿Su nombre? Gabriel.
Lo arrastré a mi mundo y creí que mis pocos minutos al mes alimentaban sus sueños como sus pocos minutos alimentaban los míos. Llegamos a conocernos sin hablarnos, supimos inspirarnos el más grande amor y el más triste desprecio y seguramente quisimos odiarnos.
Hay personas a las cuales nos enfrentamos y entendemos que nos une algo que no tiene explicación en este mundo. Si es de otra vida, si es demasiado amor, si es locura... quién lo sabe?
Hay personas que se cruzan y ya nunca más parece ser lo mismo.
Se intenta. Se evita. Se censura. Se prohibe. Se condena. Se ama.
Y de repente, no hay edad, no hay distancia, no hay peligro, nada importa y sin embargo... no alcanza.
La ciencia dirá que fue su crisis de los 40, él dirá que fue mi crisis de los 30 y yo diré que nunca entendí por qué nos cruzamos... no porque me arrepienta, aún hoy no lo lamento, sino porque no me llevo nada de esto. Sigo batallando sola, peleando contra el viento y el olvido. Sigo viéndolo entre la gente, sigo desdibujando sus ojos cada vez que encuentro algún sueño que fue nuestro, vivo.
Somos nuestras vivencias, nuestras batallas y lo que hacemos con ellas. En eso estoy. Pero es justo decir que tomé malas decisiones, que insistí en ser pieza de un rompecabezas en el que no entraba y hoy soy lo mismo de ayer, con cicatrices que algún día se irán o no... quién sabe? Después de todo, las heridas son el tatuaje absoluto que nos deja la libertad. Si elegimos con el corazón, no puede haber estado mal.
A vos... gracias. Siempre vas a estar en un rincón de mi corazón, por lo que no fue y por lo que fui.
No hay comentarios:
Publicar un comentario