Los desencuentros de la vida son habituales, algunos se acostumbran a ellos, levantan la bandera de la queja, se lamen la herida en silencio, sonríen para la cámara, se acuestan y en la oscuridad de la habitación es donde ven todo con mayor claridad. Es la paradoja de la vida, los momentos en los que no hay luz, las cosas suelen verse mejor.
Nos acostumbramos a estar mal y también tomamos por costumbre quejarnos desde el sofá. Otros vamos por la vida vestidos de inconformables, ante el menor disgusto se nos instala la espina del miedo, miedo a volvernos como esos que no nos gustan nada, esos que transcurren, que eligen por comodidad, que se cansaron temprano de pelear por la felicidad. Una felicidad que no se resume a un buen vino, a gustos que se puedan aparentar, a fotos llenas de sonrisas que parecen una publicidad.
En este mundo nos resulta más fácil sacarnos la ropa que los miedos, entonces le ponemos tiempo a todo, evaluamos todo, mostramos lo que tenemos como si fueran trofeos, perdemos el tiempo en estos espacios en los que tenemos a personas que quizás necesitan dos mates y un abrazo en lugar de millones de likes.
El miedo me aburre, pero es un aspecto demasiado personal como para pretender que el que lea esto se pregunte a qué le tiene miedo. De todas formas, quizás lo hagas. No estaría mal.
"La ausencia no es olvido" o quizás sí. Hay muchas formas de estar ausente sin estarlo. Hay muchas formas de estar cerca estando definitivamente lejos. A veces hay que aprender a la fuerza cosas que de otra forma nos costarían la vida.
A quien lea esto le deseo una vida llena de presencias. Que lleguen vestidas de música, de regalos en la calle, de gestos humanos, de palabras de aliento, de momentos inolvidables, de cuerpos cansados de bailar, de libros, de frases, de consejos de viejos y de niños, de sonrisas y de sueños.
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