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sábado, 17 de octubre de 2020

Una señal

 Hace diez años mi vida era un viaje que oscilaba entre sueños profesionales que se cumplían, una vida personal que me ponía ante el enorme desafío de sacarme el peso inmenso  de una alianza del dedo anular y la fabulosa oportunidad de conectar con el mundo que vive cuando todos duermen.

Por aquellos días dormía poco y mal. La música era por primera vez en mi vida el único escenario posible.  Trabajaba presentando canciones que  amo y que amaba en aquel entonces. La noche era mi día y me tocaba soñar mientras los demás vivían.  

Aquellos días aprendí de memoria el eterno camino verde del Ferrocarril Urquiza, fueron cuatro años subiendo a la formación que abría sus puertas a las 23.26 en la estación Agneta. Viajé cada noche en el primer coche contra la cabina del conductor, me sentía más segura ahí. Al subir estaban ocupando "sus lugares" los mismos que repetían el ritual como yo.  El señor de barba candado con su bolsito botinero se sentaba a la derecha mirando en la dirección en la que iba el tren, yo me sentaba de espaldas para ver el vagón.  En Tropezón subía un viejito parecido al de UP, siempre llevaba un delantal blanco y yo me animaba a decretar que trabajaría en una farmacia (no se bien por qué lo creo aún con convicción).

Fueron días parecidos a los de hoy.  Para mi no había mucho tiempo para ver a la gente querida, estaba en una relación asfixiante y la soledad era un buen eje para apoyar mis miserias y verlas de lejos porque, como sucede con el arte, de lejos se ve bien distinto y  en muchos casos se ve mejor.

Aquellas noches regalé mucho café y cigarros a algunos personajes de los cuales hablé en otros posteos, veía en ellos a mis posibles abuelos y me pregunté en qué momento y por qué esas personas se volvían familia de todos los seres de paso pero de nadie en especial. Lo cierto es que después de aquellos cuatro años viviendo a contramano del mundo tuve una especie de golpe de suerte y salí de mi lugar cómodo para el ego, dejé de presentar las canciones de Aspen  que tanto amaba y dormí durante un mes diez horas corridas cada noche, sentí alivio al entender que lo necesitaba.

No volví a experimentar un ritual callejero tan exactamente perfecto como el de aquellas noches hasta ayer.  

Paré un taxi en Riobamba y Corrientes, un señor grande se desdibujaba detrás del nylon que lo protegía de mi.  Me saludó cordialmente y me dio charla, habló sobre "religiones" siendo un "no creyente" (así se presentó) y le dije que conmigo podía hablar tranquilo porque estoy convencida de que algún día todos terminamos creyendo en algo. Me dijo que los días en los que está triste siempre sube la persona correcta y eso se convirtió en el mejor piropo que me dijeron en la vida.  Lo dejé hablar. Me dijo que su hijo había muerto cuando iba a una congregación religiosa y que él ama la vida pero algunos días se vuelven particularmente difíciles. Había tomado un taxi para no llegar tarde pero en la puerta del Garrahan estuve 20 minutos hablando con él. Don Mercado fue el mismo Einstein jugando con las agujas de mi relatividad y sus ojos llorosos y sus manos de tipo trabajador merecían mi tiempo, mi escucha y un lugar  en ese pedazo de corazón que se mezcla con la memoria.

Su dolor es el de muchos,  trece años no alcanzaron para que apareciera su cura.  Le recomendé un libro que me dio paz cuando perdí a uno de mis amigos, lo anotó con un pulso tembloroso y yo anoté en mi retina sus ojos vidriosos y el amor que se hacía lágrima con cada memoria.  

Después de tantos años volví a tener un recorrido memorable, me quedo con su voz y con su búsqueda porque cuando me dijo que no creía en nada no se dio cuenta de que cree en el universo y sus señales.